Vivimos en un mundo lleno de posibilidades y esperanza donde la familia humana ha alcanzado unas dimensiones nunca vistas. Es un mundo en el que, en términos generales, disfrutamos de vidas más largas, un mejor estado de salud, más derechos y una mayor variedad de opciones que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad. También se trata de un mundo colmado de inquietudes: las tensiones del día a día se acumulan a gran velocidad en un contexto de incertidumbre económica, el problema existencial del cambio climático, el aumento incesante de los estragos de la pandemia de COVID-19 y la devastación sin tregua de los conflictos.
Las Naciones Unidas anunciaron en noviembre de 2022 que la población del planeta había rebasado los 8.000 millones de personas y que dos tercios de ellas residían en lugares donde las tasas de fecundidad no llegaban a 2,1 nacimientos por mujeres, el punto denominado “nivel de reemplazo”. Estas tendencias proporcionan una imagen matizada de la transición demográfica —pasar de niveles elevados de mortalidad y fecundidad a otros más bajos— conforme avanza en diversos países y circunstancias.
Sin embargo, los detalles del relato se pasaban por alto con mucha frecuencia. Algunos expertos pregonaban que el mundo no podría soportar una población “demasiado alta” al mismo tiempo que otros avisaban del hundimiento de la civilización que traería aparejado una población “demasiado baja”. Parece que todas las tendencias demográficas traen a la mente una hecatombe particular. ¿Demasiada gente joven? Tiene un efecto desestabilizador. ¿Demasiada gente mayor? Una carga. ¿Demasiados migrantes? Un peligro.
Es cierto que la población suscita preocupaciones fundadas y urgentes, como la intrincada relación entre el tamaño de la población, la riqueza y el consumo de combustibles fósiles, así como las dificultades que plantea la elaboración de presupuestos para infraestructura, servicios de salud y programas de pensiones.